Por José G. Martínez Fernández.
A Gustavo Adolfo Bécquer se le conoce
como “un poeta romántico tardío” en la España de la segunda
mitad del siglo XIX, aquel período que tuvo, quizás, al más grande
de los oradores en lengua hispana de todos los tiempos: Emilio
Castelar.
Y si Bécquer fue el último poeta del
romanticismo en España ello se debe a que antes, en la península
ibérica, había figuras como José de Espronceda y Rosalía de
Castro, dos grandes aedas de dicho movimiento.
Los románticos de la Europa del XIX
–franceses, alemanes, italianos y otros- habían creado su poesía,
durante el alba de dicho siglo.
Casi en el mismo instante histórico,
en nuestra lengua, teníamos a los citados Espronceda y Castro.
El que vendría más tarde y sería
consagrado como el más grande creador romántico era un muchacho
sevillano llegado a Madrid cargado de ilusiones y de pobrezas
materiales.
Había nacido en 1836 y su nombre
verdadero era Gustavo Adolfo Domínguez, pero al firmar sus textos se
deshizo del Domínguez y se hizo llamar Bécquer, que es el segundo
apellido de su padre.
Se señala que escribió sus primeros
poemas entre los 21 y 22 años, pero esos escritos se perdieron,
quizás en una noche de bohemia del poeta; quien, sin embargo,
gracias a su enorme memoria, logró reconstruir parte de los mismos.
La poesía de Bécquer –por su
extraordinaria sencillez- ha sido criticada a veces por quienes creen
que están descubriendo un nuevo universo verbal y que lo becqueriano
es, simplemente, demasiado ingenuo.
En realidad los sencillos verbos que
Bécquer marca en sus poemas de temas habituales y universales, son
de una innovación mayúscula para su tiempo con lo que anunciará la
posterior etapa de la poesía castellana en que Rubén Darío será
el líder.
Bastaría centrarse en la belleza
gigante del verbo del sevillano haciendo una lectura inteligente para
entender porque críticos de la talla de Menéndez Pelayo y Dámaso
Alonso le han dado una altura literaria importantísima.
Ha de saberse que, también, Juan
Ramón Jiménez, Antonio Machado, Rafael Alberti y tantos otros
grandes de la lírica de la España de comienzo y mitad del siglo XX
le atribuyen una grandeza singular al indicar que recibieron su
influencia.
Influencia que, además, encontramos en
grandes poetas chilenos como Cruchaga Santa María, Óscar Castro,
Roberto Meza Fuentes y Óscar Hahn, por sólo citar a cuatro.
Numerosos estudiosos de la poesía en
español, aparte de Menéndez y de Alonso, han reconocido que el
sevillano ha sido el más grande poeta de la España del siglo XIX y
el segundo más grande de toda la historia poética de esa nación,
lugar que obtiene sólo tras la figura de Luis de Góngora, bardo del
siglo de Oro.
La poesía becqueriana emociona aún y
aún es palabra en boca de millones de mortales en toda la lengua
hispana y en las otras innumerables lenguas en que está traducida.
Su genialidad es mayúscula. Su estatua
poética es inamovible. Su permanencia en la historia de la poesía
es indiscutible.
Gustavo Adolfo Bécquer simplemente es
UN BARDO MUY GRANDE.
Un maestro de la emoción que no
alcanzó a ver sus versos publicados durante su corta vida.
Falleció en Madrid en 1870.
Es decir le bastaron 34 años de camino
por esta tierra para dejar su nombre como una enorme esfinge de metal
noble.
Toda la grandeza de su poesía se
descubrió después para suerte de nuestra hermosa lengua romance y
los ávidos amantes de la gran lírica.
En 1871, en un acto solidario de sus
amigos, fue editado, en dos tomos, su trabajo bajo el nombre de
OBRAS.
Allí también iban sus famosas
LEYENDAS, otro hito creativo enorme de Bécquer, que, a pesar de su
altura literaria, no alcanzó la calidad de su poética.
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