sábado, 9 de marzo de 2013

GUSTAVO ADOLFO BÉCQUER, SIMPLEMENTE UN GRAN MAESTRO


Por José G. Martínez Fernández.

A Gustavo Adolfo Bécquer se le conoce como “un poeta romántico tardío” en la España de la segunda mitad del siglo XIX, aquel período que tuvo, quizás, al más grande de los oradores en lengua hispana de todos los tiempos: Emilio Castelar.

Y si Bécquer fue el último poeta del romanticismo en España ello se debe a que antes, en la península ibérica, había figuras como José de Espronceda y Rosalía de Castro, dos grandes aedas de dicho movimiento.

Los románticos de la Europa del XIX –franceses, alemanes, italianos y otros- habían creado su poesía, durante el alba de dicho siglo.

Casi en el mismo instante histórico, en nuestra lengua, teníamos a los citados Espronceda y Castro.

El que vendría más tarde y sería consagrado como el más grande creador romántico era un muchacho sevillano llegado a Madrid cargado de ilusiones y de pobrezas materiales.

Había nacido en 1836 y su nombre verdadero era Gustavo Adolfo Domínguez, pero al firmar sus textos se deshizo del Domínguez y se hizo llamar Bécquer, que es el segundo apellido de su padre.

Se señala que escribió sus primeros poemas entre los 21 y 22 años, pero esos escritos se perdieron, quizás en una noche de bohemia del poeta; quien, sin embargo, gracias a su enorme memoria, logró reconstruir parte de los mismos.

La poesía de Bécquer –por su extraordinaria sencillez- ha sido criticada a veces por quienes creen que están descubriendo un nuevo universo verbal y que lo becqueriano es, simplemente, demasiado ingenuo.

En realidad los sencillos verbos que Bécquer marca en sus poemas de temas habituales y universales, son de una innovación mayúscula para su tiempo con lo que anunciará la posterior etapa de la poesía castellana en que Rubén Darío será el líder.

Bastaría centrarse en la belleza gigante del verbo del sevillano haciendo una lectura inteligente para entender porque críticos de la talla de Menéndez Pelayo y Dámaso Alonso le han dado una altura literaria importantísima.

Ha de saberse que, también, Juan Ramón Jiménez, Antonio Machado, Rafael Alberti y tantos otros grandes de la lírica de la España de comienzo y mitad del siglo XX le atribuyen una grandeza singular al indicar que recibieron su influencia.

Influencia que, además, encontramos en grandes poetas chilenos como Cruchaga Santa María, Óscar Castro, Roberto Meza Fuentes y Óscar Hahn, por sólo citar a cuatro.

Numerosos estudiosos de la poesía en español, aparte de Menéndez y de Alonso, han reconocido que el sevillano ha sido el más grande poeta de la España del siglo XIX y el segundo más grande de toda la historia poética de esa nación, lugar que obtiene sólo tras la figura de Luis de Góngora, bardo del siglo de Oro.

La poesía becqueriana emociona aún y aún es palabra en boca de millones de mortales en toda la lengua hispana y en las otras innumerables lenguas en que está traducida.

Su genialidad es mayúscula. Su estatua poética es inamovible. Su permanencia en la historia de la poesía es indiscutible.

Gustavo Adolfo Bécquer simplemente es UN BARDO MUY GRANDE.

Un maestro de la emoción que no alcanzó a ver sus versos publicados durante su corta vida.

Falleció en Madrid en 1870.

Es decir le bastaron 34 años de camino por esta tierra para dejar su nombre como una enorme esfinge de metal noble.

Toda la grandeza de su poesía se descubrió después para suerte de nuestra hermosa lengua romance y los ávidos amantes de la gran lírica.

En 1871, en un acto solidario de sus amigos, fue editado, en dos tomos, su trabajo bajo el nombre de OBRAS.

Allí también iban sus famosas LEYENDAS, otro hito creativo enorme de Bécquer, que, a pesar de su altura literaria, no alcanzó la calidad de su poética.

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